Saturday, October 24, 2009

29. El monopolio, colado por la ventanita

En un país tan politizado como la Argentina actual, en la que el hasta el fútbol y el programa de Tinelli son tema o terreno de disputas políticas, el rock no puede estar al margen. Menos en tiempos en los que --no sólo en la Argentina-- el reparto de la torta se pelea en un panorama culturalmente dominado por corporaciones transnacionales orientada según una misma lógica de concebir el mundo: la del reino Neoconservador que no puede evitar quemar todo con tal de facturar.

El mono poliador

Los “mono” u “oligo” polios son una característica del esquema mundial de negocios neoliberal. Más allá de cuestiones específicamente económicas, Tomás observa hoy un concepto del monopolio como una forma de ver el mundo.

Un mundo en el cual está establecido como natural y legítimo que el dueño de la pelota disponga las condiciones del juego. Pero a pesar de vociferar libertades y reglas claras para todos, el dueño es un gordito que no superó sus traumas infantiles y se niega a soltar el esférico temeroso de que lo manden al arco (cree estar en su derecho a jugar de 9). Por las dudas, un día se queda con el arco y lo entierra así nunca lo mandarán allí aunque el comunismo le saque la pelota. Y cada tanto manda a pinchar otras pelotas que tratan hacer jugar afuera, en campitos sin césped.

Los monopolios operan bajo un sistema de valores sociojurídicos que regulan su pasión por el Pacman. Su capacidad de dominio depende del juego de interrelaciones de poder en cada sitio de este mundo globalizado a su medida y en función de la lógica capitalista empeñada en comerse el mundo hasta que no quede nada. Puede decirse que la dominación se ejerce desde lo económico, pero no puede omitirse que el gordito goza sometiendo más allá del bolsillo. Es ahí donde el problema ya es político cultural, con una cuestión económica que no es más que el falo rector.

Mediopolios

El carácter más jodido del monopolio es su capacidad de camuflarse y no sólo en empresas fantasmas. En esta sociedad de masas siempre hay un discurso que resulta dominante, aunque sea falaz. Para Tomás el monopolio no es sólo un mapa donde Cachito tiene 500 ovejitas más que Pedrito, sino un espacio donde sólo se escucha “Beeeeee”. Es en el plano discursivo, más allá de lo material, donde el monopolio refleja su poder, escondido detrás de lo que pretende modelar como “sentido común”.

Guste o no, y con la prometida horizontalidad de Internet en veremos, hay que admitir la legitimidad que conservan los medios masivos para propalar un relato de la realidad reconocido como cierto. Para Tomás, el monopolio discursivo es la punta de lanza de lo que Feinmann (José Pablo, el bueno) observa como una revolución capitalista/comunicacional que, tras la caída del Muro de Berlín, “somete y coloniza las subjetividades” para ir barriendo el disenso que pueda entorpecer sus planes. Una revolución que avanza, a través de los medios, con armas propias de la industria cultural.

El monopolio discursivo tiende a naturalizar una forma de ver el mundo que se replica como verdad, omitiendo puntos de vista antagónicos, legitimándose con herramientas creadas a tal fin. La concentración de medios despersonaliza y atomiza los individuos en rótulos colectivos funcionales a ese discurso. “La gente”, “los vecinos”, “la hinchada” son motes con los cuales los medios legitiman sus propios discursos –-disfrazando sus intereses-- por cuenta de lo que pretenden imponer como opinión pública.

La ventanita

Tomás otea por la dolorosa ventanita abierta para siempre una trágica noche de diciembre de 2004 en un boliche del Once porteño donde tocaba una banda rotulada como de “rock barrial” que hacía de sus shows multitudinarios rituales pirotécnicos en uno de los cuales murieron 194 jóvenes luego de que una bengala o algo así quemara una suerte de mediasombra de la cual emanó un humo tóxico y demasiado asfixiante para un lugar saturado de capacidad imposible de evacuar debido a la negligencia reinante en una sociedad recontralimada como la argentina.

Tomás mira por la ventanita de Cromañón. Para él no se trata de buscar culpables, aunque los haya, porque a veces –como en este caso-- la justicia es imposible, más allá de las cabezas que caigan o queden impunes. Y mientras esa tragedia sigue generando discurso sólo en su aspecto controvertido, Tomás se acotará sólo a verla como un claro ejemplo de la inevitable relación entre la política y el rock.

Demagogia publicitada

Primero fue una mezcla de morbo y dolor insistentemente transmitida, con pedidos de justicia en primer plano. En esos tiempos de blumberguismo social el negocio era responder las demandas televisadas con demagogia publicitada, la forma de hacer política predominante en esta lógica mediática.

Hay una relación entre la clase política argentina y el poder mediático que detenta el monopolio discursivo que va ajustando las clavijas en función de lo que requiere el medio. Esta relación –a esta altura fellatiesca—los publicistas determinan la agenda y los políticos repiten discursos procorporativos para poder seguir jugando en el escenario socialmente admitido como más importante: la pantalla.

Así distintos intereses que se van enrolando detrás de una versión dominante que, hoy por hoy, apela a conductas de enfrentamiento social con herramientas como el miedo y la indignación, usadas para justificar la exclusión. La polémica y el puterío son la constante de los diarios on line. El discurso, es obvio, ya no está en el contenido sino en la forma.

La cuenta, mozo

Mientras en la tribuna Callejeros sigue dividiendo aguas entre el dolor, la sed de venganza y algunos limados que quieren seguir tirando bengalas, Tomás ve por la ventanita de Cromañón un claro sacudón sociocultural. La resignificación de esa tragedia en el entramado mediático-social-político fue parte de un proceso a través del cual un sector empresarial logró imponer políticamente nuevas reglas de juego a caballito del discurso dominante para restablecer el liderazgo de un mercado.

La cuenta de los últimos cinco años podría haber sido esta. La tragedia y el dolor movilizan, y su reproducción conmueve. La conmoción sirve al agite y éste al rating y que ayuda a bajar línea. Los medios manejan las conductas colectivas que ellos mismos editan.

En ese río revuelto van apareciendo las cañas. Mientras se sigue discutiendo los delitos de Cromañón como dolosos o culposos, la seguridad se instala otra vez en la disputa política. Así se acusa por descontrol al jefe de gobierno Aníbal Ibarra y la oposición logra su patética destitución. Mauricio Macri se retira a diseñar su asegurada gobernación de la Ciudad y asume el vice, Jorge Telerman. En nombre de la profilaxis que la sociedad demanda cada vez que “la-gente” “se expresa” por los medios, desde la Ciudad de Buenos Aires emanan regulaciones seudoproscriptiva para el rock y comienzan a cerrar –en todo el país—pequeños espacios que no pueden cumplir con los nuevos requerimientos para ser habilitados.

El cierre de lugares afectó como a nadie a bandas pequeñas o en desarrollo, mientras ciertos sectores empresarios reconstruían el mapa en función de su cercanía con la conducción política que sucedió a Ibarra. Esto fue un duro golpe a la entonces emergente escena independiente que ganaba espacios en la escena rockera mientras las compañías sólo pensaban en facturar fácil sin invertir ni renovar sus ofertas.

Un clarísimo penal

Como en todo penal, la intencionalidad del agresor debería quedar fuera de discusión. No interesa si fue simple oportunismo, pero no parece casual que luego de Cromañón la corporación del negocio rockero argentina haya asestado semejante zancadilla a los músicos independientes que venían pidiendo pista en un mercado más abierto que podía permitir que la pelota fuera tocada por más jugadores. Como no podía ser de otra manera, el empresariado vinculado al rock siguió esa lógica capitalista que ya no sabe si la exclusión es un medio o un fin.

Como contrapeso, la escena independiente organizada sigue peleando espacios, por ejemplo, participando del teje de leyes y abogando por cláusulas que la contemplen, por ejemplo, en la nueva ley de medios con la mira puesta en una ley del músico que regule la actividad y contemple voces por fuera del monopolio.

Sexo, drogas y rock n’safety

En mapa poscromañón, ya una interesante oportunidad de negocios para los medios masivos, comenzó a forjarse con elementos acordes con el discurso político dominante del momento: a las palabras consagradas por los 90 como “éxito” se agregó la vedette de la década: la “seguridad”.

A tono con esas reglas, los espectáculos de rock comenzaron a enarbolar la seguridad –con sus negocios laterales como custodia e insumos-- como un servicio indispensable. La concentración de recursos –artistas incluidos-- instaló así sus profilácticos megafestivales como acontecimientos anuales de los que no conviene quedar afuera ni como músico ni como público. Así, bajo un discurso único y excluyente, el mercado convirtió en necesidades satisfechas las demandas de la sociedad mediática. El éxito del festival también radica, por supuesto señora, en que no hay disturbios, tal como se encarga de repetir cada movilero de las empresas a las que les interesa el país.

En ese mercado sólo apto para grandes motores se fue asentando la nueva matriz del negocio del rock en el país: seguro y monopólico. Indiscutible. “Llega todo el poder del rock” es el eslogan del Quilmes Rock 09. Un rock tan seguro que concibe un festival esponsoreado por una marca de cervezas en el que no se puede tomar alcohol. Salvo en los camarines, claro: una síntesis de lo excluyente, de la mano de un lógica capitalista que no puede ser ajena a ningún negocio en estos tiempos. La lógica que le permite regresar a Charly García como un ser rescatado de las drogas ilegales por la “medicación especializada” que lo tiene “bajo control.

Rockeando en el mercado facho

Los músicos esperan su turno para tocar tomando birra, mientras critican por lo bajo al mercado facho que les dice a sus fans: “Chicos, ahora no se pueden tirar bengalas pero miren qué linda propaganda Quilmes en la pantalla gigante”. Las ventas posteriores determinarán si el discurso convenció a los pibes de que son los “protagoniissstass”.

Dilema para varios: no estar de acuerdo con el mercado no significa estar en contra. La resistencia contracultural que el rock siempre gustó de colgarse del pecho se desintegra entre el mito y la hipocresía. El festival ofrece diversidad de géneros musicales mientras el monopolio asegura la unicidad del discurso. El éxito es de una marca de birra o celulares. Que no tratan mejor a sus músicos que a sus clientes.

En la Argentina del siglo 21, por la ventanita de Cromañón puede verse cómo la lógica monopólica de sentido o de discurso que aportan los aparatos mediático-empresarios avanza sobre el rock porque no concibe otra forma de participar del negocio. ¿Qué será del artista cuando la industria cultural ya no lo necesite como esbirro? Por el momento, si un músico quiere ver cuánto de política –propia o ajena-- hay en sus actos, tal vez sólo deba abrir los ojos.

Friday, September 04, 2009

28. Yeah, yeah, yeah en un karaoke con joystick

A medida que Tomás sigue atando cabos para pensar en cómo carajo será el futuro de algo tan antiguo como las canciones, van apareciendo más preguntas que, por supuesto, no responderá; por dos razones: una es que quiere evitar la fatiga y la otra es que a veces hay que admitir que las respuestas no sirven para nada.

(Resumen del capítulo anterior: la canción en la era digital parece suponer, para Tomás, una nueva vuelta de tuerca a las lógicas de producción y consumo de la música, especialmente de la grabada. La música, que al desprenderse de sus soportes físicos para diseminarse entre las redes de lo virtual partió esa lógica que alguna vez la concibió como una mercancía de compraventa y comenzó a circular gratarola. Como si una cultura se impusiera de carambola contra la interfaz consumista que la fue moldeando. En lo comercial, un aspecto no menor de esta cultura globalizada que tiene sus números muy bien presentes en la historia del rock, hay una guerra planteada. “Seguiremos vendiendo, piratas”, parecen gritar las compañías que ya no le venden discos a la generación del i-pod. Como si los verdaderos piratas no fueran ellas…).
Mientras tanto, Tomás cae en la cuenta de un error cometido en una nota anterior: el videojuego de Los Beatles que sale en septiembre no es del “Guitar Hero” sino de una pedorrada similar llamada “Rock Band”. Dos nombres distintos del nuevo karaoke con joystick.

Buen jugador

Tomás no entiende cómo es que el pequeño Tomi (una suerte de pseudohijo que lleva debajo de su alter ego) se divierte tanto mientras simula tocar con la guitarra un tema de Metallica mientras no hace más que aporrear como un salame el teclado de su PC mientras va pisando lucecitas que aparecen en una especie de mango de una ¿guitarra?
Pero buen jugador al fin, Tomás insistirá en su consigna ontológica de no prejuzgar desde lo generacional las nuevas prácticas culturales que evolucionan al compás de los cambios tecnológicos. La paja, como tantas otras costumbres humanas, también se va redefiniendo.

Para ver el sonido


El origen del audio grabado fue un accidente originado en la búsqueda de un dispositivo para “ver” el sonido. Así un francés inventó en 1857 el fonoautógrafo y pudo convertir al sonido en una onda visible. Aunque no se supo entonces porque el aparato no estaba concebido para reproducir audio, esa imagen era una grabación.
Veinte años después vino el fonógrafo, primer aparato capaz de reproducir –y también grabar-- sonido, presentado por su inventor Thomas Edison en 1877. En 1888 se patentó el gramófono, que a diferencia de su antecesor --que usaba cilindros que daban vueltas—funcionaba discos planos que giraban. Ese detalle implicaba un menor costo de producción: con una matriz podían hacerse miles de copias mientras que el fonógrafo sólo permitía grabar una única toma de sonido que quedaba ahí.
A Tomás se le ocurre ubicar en esos años el inicio de una dicotomía tecnológica que acompañó desde entonces a una industria discográfica que ni siquiera asomaba: es que mientras el gramófono fue el aparato que se impuso para la reproducción de música en serie, el fonógrafo conservó cierto interés por una cualidad que el disco no ofrecía: poder grabar sonidos en casa. Como un antecedente de posteriores disyuntivas como disco/cassette, CD/CDR, comprado vs grabado, legal vs pirata, etcétera.

Para vender el sonido


Hacia 1948 se comenzaron a comercializar los primeros larga duración de vinilo, que reinaron hasta comienzos de 1990. En el medio, a la distancia se recuerda con cariño al cassette, que apareció en 1965 y fue la gran alternativa al vinilo durante 20 años, tan útil para grabarse en la ducha como para copiar un disco o –también-- para hacer divertidas pelucas con la cinta, ¿no?
El laburo de un holandés de Phillips y un japonés de Sony alumbró al Compact Disc en 1979. Ambas empresas fueron pioneras en la venta de la tecnología para reproducirlos. Si bien ese producto exponía ventajas sobre el vinilo por su duración y mantenimiento, la fidelidad del audio era objetada en comparación. (Al margen, el verdadero cambio que sobrevino al CD fue su puente hacia el formato digital, a la sazón la tecnología que se terminó comiendo casi todos los productos electrónicos del siglo XX).

El quinto beatle podés ser vos

Otra innovación tecnológica comercial que redefinió las pautas de consumo de la música: el video. Su intromisión potenció una parte muy importante del rock, incluso en vivo, como es la imagen. Obviamente el video tiene mucho que ver en la historia que sigue y a Tomás le parece un poco al pedo extenderse en ello.
Según se explica en las notas sobre su lanzamiento, “The Beatles: Rock Band” permite a los jugadores (previo pago de entre 60 y 250 euros en su versión estándar) tocar en una banda virtual de hasta cuatro jugadores que pueden optar por una guitarra, un bajo, una batería y un micrófono (¿para cantar?) que simulan ser reales en el mundo de las Xbox360, PlayStation3 y Wii. El juego también ofrece “revivir” en la pantalla míticos conciertos, sumergirse en el estudio 2 de Abbey Road o meterse en un ambiente submarino mientras suena Yellow Submarine.
Varios socios aportaron al quiosquito: Apple Corps, EMI Music, Harrisongs SA, la editorial musical Sony/ATV, MTV Games, Harmonix, Electronic Arts, quienes se encargaron de “aclarar” que el juego “fue concebido por Sir Paul McCartney y Ringo Starr, junto con (las viudas) Yoko Ono y Olivia Harrison”. (Al margen II: capaz que el juego está buenísimo, pero cómo evitar el escozor cuando tras su aparición están, además de los restos de los Fab Four, los creadores de patrañas tipo Operación Triunfo o American Idol. Más de lo mismo, salvo que en este caso en lugar de ir al casting a ver qué te dice Catering Fulop te podés comprar el juego y tocar junto con John, Paul, George y Ringo!)

Un poco de dixit

“El proyecto es una idea divertida que amplía el atractivo de The Beatles y su música. Me agrada que la gente tenga la oportunidad de conocer la música desde adentro”, dijo Paul, todavía endeudado con su última ex. “Me complace ser parte de la sociedad The Beatles/Apple y Harmonix/Rock Band. The Beatles siguen evolucionando con el tiempo y es maravilloso que su legado encontrará su evolución al siglo 21 a través del mundo computarizado dentro del cual vivimos. Que comiencen los juegos”, dijo Ringo (no se especificó qué había consumido antes).
“Es muy cool y espero que siga inspirando y alentando a las generaciones jóvenes durante muchas décadas”, dijo Yoko, ¿confirmando las hipótesis que le achacab la destrucción de la banda en 1970?
“La gente se está divirtiendo muchísimo jugando Rock Band. Combinado con las canciones de The Beatles, es una gran forma de escuchar o de participar”, dijo Olivia, contenta porque nunca había salido en la tele.
“Presentar al genio de The Beatles a una generación nueva de amantes de la música a través de formas originales e inspiradoras es extremadamente emocionante. Estamos muy complacidos de trabajar con las fuerzas innovadoras en MTV y Harmonix que expresan nuestra pasión mutua por la música y la creatividad”, dijo un chabón de Apple Corps al volante de un nuevo chiche para su flotilla de descapotables.
“Al presentar su música y arte a través de un filtro creativo de un videojuego innovador, le estamos dando a legiones de fans y amantes de la música en todo el mundo una forma nueva y profunda de experimentar a The Beatles”, dijo alguien de Harmonix antes de comenzar a pergeñar el próximo juego, que seguramente será igualito pero con temas de los Stones.
Si ellos lo dicen.

Detrás del quiosquito

Si hay algo en lo que Tomás no perdería ni un segundo es en organizar una caza de brujas contra un jueguito de los Beatles. Su única intención es contemplar cómo, por estos días, una parte de la cultura se va cimentando sobre la base de ideas y deseos colectivos e individuales atravesados por intereses recreativos y un afán de lucro de aparece hasta en la sopa.
Con ese fin, por estos días anda buceando en las relaciones entre tecnología, circulación, producción y consumo de la música. Un campo donde las prácticas de apropiación de bienes simbólicos como las canciones chocan, por ejemplo, con ideas devengadas del derecho a la propiedad, lo cual constituye un lindo bolonqui.
Más allá de la evolución de sus soportes tecnológicos, la música nunca dejó de ser un arte funcional aplicable a distintas actividades y momentos de la vida. Tal vez por la infinita amplitud de su código, capaz de combinar todo aquello que suene con el silencio, y su capacidad de comunicar en un plano distinto al del lenguaje oral o escrito, el hombre siempre apeló a ella para la misa como para la rave. En ese camino, la música también se convirtió en un medio para ganar dinero.
Y es justamente este último punto el que atraviesa una crisis típica del capitalismo que se muerde la cola: en su afán por vender más, terminó generando la tecnología para que la circulación de la música se tornara gratarola. Para enmendar el error, las mismas compañías que ya no pueden detentar el monopolio de la música grabada están inventando otros quiosquitos para subsistir. Y es ahí donde siempre aparece la misma ruidosa palabrita entre los tags: la simulación.

Más simuladores

Mientras las modernas sociedades de ciudadanos se atomizan y redefinen en ¿posmodernas? comunidades de consumidores globales, nuevas formas de relación se van gestando según las pautas que ofrece un mercado tecnológico ávido por convertir toda manifestación humana en “ceros y unos” aptos para su reventa. Ese menjunje está a su vez determinado por un excitadísimo vértigo motorizado por la utopía de hacer guita lo más rápido posible al costo más bajo. Una utopía que implica la creación de una riqueza que no existe en el plano concreto, pero sí en la virtualidad del mundo financiero. Un plano en el que simulación y engaño quieren decir lo mismo.
En este marco, en los últimos años la multinacionales comenzaron con el emprendimiento de la fabricación misma de estrellas del rock y pop, un nuevo modelo de venta de mercancías alumbrado tras años y años de reproducción en serie –y por supuesto, reciclaje de saldos-- de piezas de arte. Por el mismo costo, el producto condensa en un reality de cinco meses todos los dividendos que un artista puede dejarle al negocio en diez años. Para que los números cierren, claro, el artista tiene que ser un don nadie que se preste al juego, esa palabreja con la que tantas veces se pretende cubrir de inocencia las más viles trastadas.
“Interacción” le dicen al yeite que permite que millones de don nadie jueguen a tocar con los beatles. Hágalo usted mismo, sea un “protagonista” (la nueva palabra escogida por Quilmes para levantar la autoestima de sus consumidores), ni siquiera tiene que salir de su casa mientras endurece el orto con el Ass Maker de “Llame Ya”.
En la superficie no es para tanto. Tomás comprende que no hay más diferencias que las generacionales entre disfrutar un disco de vinilo mirando las letras en el sobre interno o con el joystick en la mano, jugando a tocar con Ringo Starr. Pero no le vendría mal, sobre todo a los artistas, ver y comprender qué hay más allá, donde lo genuino y la simulación jamás podrían ser lo mismo. Las canciones tendrán la palabra después del “game over”.

* Publicado en el eslabon de agosto de 2008

Saturday, August 22, 2009

27. Maicol, true colors, black and white

Tomás anda enquilombado con el escritorio de su marulo donde se desvanecen sensaciones y convicciones mientras las canciones parecen no poder escapar de su destino de sucesiones de ceros y unos convertidos en tonos de teléfono para que el usuario X sepa que lo está llamando la madre la novia el jefe o cualquier otro Big mac Brother. En eso anda Tomás cuando por si fuera poco, llega a su escritorio uno de los acontecimientos del siglo: se murió Maicol.
O así parece. Porque si todo siempre dio lugar a dudas en la vida de Maicol, por qué no iba a pasar eso con su muerte: que sí, que no, que cómo, que ¿en serio?, que debe ser mentira, que capaz se escapó a un lugar donde nadie le rompiera las pelotas y pudiera jugar para siempre con sus amiguitos, que más vale que sea verdad, que “pobre negro”, que pobre “blanco”, que qué negocio, qué lastima. Qué buena oportunidad para viajar un rato por el universo de Maicol, ese muchacho que todos conocen y que nadie está seguro de saber quién joraca es. O fue.

Realidad y ficción en blanco y negro

Cuando Tomás conoció a Maicol eran dos purretes. Tomás era un niño que miraba televisión precable y Maicol un dibujito de una tira animada que integraba un grupo musical compuesto por cinco chicos negros con afro que, ordenados escalonada y descendentemente de izquierda a derecha según altura, cantaban y bailaban de modo mucho más cool que otros referentes del momento como Margarito Tereré. Jackie, Tito, Jermain, Marlon y el más chiquitito, Maicol, algo así como el héroe en torno al cual todo giraba.
Por lógico carácter transitivo, así como Tomás asumía que Batman era un personaje de ficción, estaba seguro de que estos inverosímiles muchachos de cartoon también lo eran. Claro, Tomás no sabía aún que ese dibujito de la época de Meteoro se basaba en un grupo musical “de verdad” compuesto por cinco hermanos “de verdad” que le debían todo al más pendejito, de cinco años.
Más tarde supo que los hermanos tenían otra hermanita más, Janet, que era la bella Charlene Du Prey (pronunciado “Sharlín”) novia de Willis en “Blanco y Negro” (Diff’rent Strokes). Justamente, la graciosa tira de los hijos adoptivos del Señor Drummond que también “continuó” en la vida real con las desdichas de los dos hermanitos negros: Gary Coleman (Arnold), un enanito que se iba a morir de algo que después resultó una farsa y años más tarde terminó trabajando de ir a cenar con fans nostalgiosos para poder sobrevivir tras ser esquilmado por sus propios padres; Todd Bridges (Willis), que había sido el primer niño actor negro que la rompió en la tele, en la Familia Ingalls, y luego tuvo problemas con la ley –lo acusaron de intentar matar a un dealer-- de los que zafó porque su abogado alegó que había sido un niño abusado por la industria del espectáculo. Y ni hablar de la blanca y bella Dana Plato (Kimberley), cuya carrera después de esa serie fue declinando hasta que murió a los 35 por sobredosis de pepas previo paso por la industria del softcore porno.
Pensar que todos –excepto Margarito Tereré-- eran niños.

Una familia muy poco Ingalls

Si la realidad supera a la ficción eso no le impide a la industria del entretenimiento también facturar por ahí. Cuántas revistas del corazón se habrán vendido en todo el mundo antes de que a Jorge Rial se le ocurriera su primera hijaputez. El viejo y fabuloso negocio del “mundo del espectáculo”, generoso boliche paralelo al mundo y al espectáculo, donde lo supuestamente privado se hace público en un show rodado en los exteriores de las mansiones, ofreciendo escándalos cuando no hay canciones.
Malo de la historia en su vida “espectacular”, y posiblemente un gran hijo de puta en su vida real, es obvio que Joseph Jackson no fue el primer y único padre que se aprovechó de sus hijos para cumplir el sueño americano cuando en 1962 fundó Jackson Five, una suerte de antecedente de los Ñoquis on the block y Menudo.
Pero tuvo que esperar un par de años hasta que su octavo infante, el más precoz (en rigor, dicen que sus talentos fueron descubiertos por su madre, que le insistió al viejo que lo incorporara) dejara los pañales y pudiera entrar en el grupo que había formado con sus hijos mayores. Entonces, en 1968, vino el contrato con el sello Motown, legendaria compañía que los puso en carrera haciéndoles cantar las canciones de su selecto grupo de compositores de hits. Hasta que el producto se agotó hacia mediados de los 70 y parece que Motown les dio una patada en el orto tras la cual deben haber quedado unos buenos billetes para todos.
Pero ese no fue el fin del quiosquito de Joseph, que por esos años ya impulsaba paralelamente la carrera solista del Jackson más chiquito. En 1972, Maicol tenía 14 cuando salió su primer disco solista. En 1982, cuando Tomás se compró Thriller en cassette, Maicol aún era negro, pero ya sin afro.
Por entonces la novedad pasaba por los revolucionarios videoclips antes que por los escándalos que seguro ya estarían agazapados para entrar en escena en el momento justo: cuando la pobre teta de la música --¿arte o espectáculo?-- no alcanzara para cubrir su parasitario presupuesto. El resto de la historia es tan conocida como dudosa. ¿Who’s bad?

Niños especiales en lugares comunes

En ese delgado borde entre la realidad y la ficción, que establece y vende modos de vida a través de canales de chismes y biopics, el tema de los niños prodigio parece ser todo un rubro (no olvidar que niños y animales son los únicos que nunca fallan, para los parámetros de Hollywood).
Drogas, soledad, abuso, mala pata, pobreza luego riqueza luego pobreza, chicos triunfadores pero aplicados, locos psicóticos, rebeldes ajusticiados por el sistema de límites y excesos, las vidas –públicas y privadas-- de los niños prodigio siempre parecen asentarse en lugares comunes a la medida del angurriento star system siempre ávido por explotarlos. Como si fueran historias diseñadas de antemano, con dos o tres alternativas: pueden morir en el olvido cuando crecen, si es que la vida se los permite; pueden convertirse en leyendas sin poder escapar jamás del niño que fueron. Algunos zafan de la locura, generalmente ayudados por sus padres, que siempre aparecen como héroes o villanos a la hora de los bifes.
Evidentemente, en ese circo Maicol era único hasta para transitar por los lugares comunes que su destino de estrella pop le tenía deparados. ¿Qué borrachera o petería de Amy Winehouse es comparable con hacerse toda la cara de nuevo y echarle la culpa al vitiligo? ¿Cuántos africanitos tendría que seguir adoptando Madonna para igualar a Maicol, eterno-niño-padre de probeta?

Niños comunes en lugares especiales

La vida de Maicol se agolpa obviamente al ritmo del zapping ante los ojos de Tomás. En un canal se ve a uno de los artistas más talentosos y dotados para cantar y bailar que conoció. Zap. Un chino se filma haciendo la caminata lunar de Maicol delante de una estatua de Mao. Zap. Maicol aparece otra vez con uno de sus bebés en brazos y lo muestra como si estuviera por tirárselo a sus fans por la ventana de un hotel. Zap. Un neocelandés lleno de granos cree que su particular versión de la caminata lunar merece ser colgada en You Tube y miles internautas se ríen de él. Zap. Un periodista persigue a Maicol por todo el mundo buscando que le confiese cuántas cirugías se hizo y él sólo admite que se retocó la nariz.
“People change”, la gente cambia, contesta Maicol con su aniñada voz cuando el periodista le muestra desesperado, con su credulidad a punto de colapsar, fotos suyas de la época de Thriller. La negación de Maicol es tan fuerte que podría ser tildado, en el mejor de los casos, como un psicótico. Pero es otra cosa lo que Maicol parece seguir intentando ocultar en vano: el niño que nunca pudo ser y, paradójicamente, jamás dejó de ser.
Su voz aflautada parece ser lo único que no cambió entre aquel dibujito de los 70 que conociera Tomás y la pseudomomificada actual versión en negativo que muestra la tele. Capaz que sea así nomás, piensa Tomás escuchando a Maicol ser tan coherente al explicar por qué se llevaba púberes amiguitos a compartir sus giras y su rancho ¿casualmente bautizado? Neverland. Tal vez detrás de esa vida diseñada por y para un mercado no había más que un prepúber que quería jugar tranquilo y nunca lo dejaron.
Maicol juega con sus muñecos más amados, los tres hijos que tuvo por encargo y bautizó, con la impunidad de un niño, a todos con su propio nombre. Los lleva al zoológico con coquetas máscaras venecianas para no exponerlos a los paparazzi, pero no se ocupa mucho de evitar que los pibitos queden a merced de la turba de fans que se agolpa sobre ellos en cualquier ciudad del mundo. ¿Por qué hace eso? ¿por qué expone así a sus hijos?, le preguntan. “I love de zoo” es la respuesta del nene de los Jackson Five, y esa es la única verdad.
Tomás se arriesga con una idea, made in Maicol: para los niños, no importa qué edad tengan, la verdad es una sola y no necesariamente debe ser fiel a la realidad.

Pero si era un pibito

Entonces ese es Maicol, se le ocurre a Tomás. Nunca cambió a pesar de las cirugías que siempre negó. Maicol es ese negrito que conoció como un dibujito animado de él mismo a los 5 años: por ahí tan pelotudito por momentos que daba bronca; a veces tan frágil que se volvía conmovedor. Y también tan talentoso que podía causar devoción.
Un niño rebelde que se mantuvo como un genial bailarín entre dos mundos que no todos entendían. Como buen niño, en ambos se dedicó a jugar. Podía ser un talentoso cantante o una excéntrica estrella de pop, y así salieron obras como “Thriller” o el rancho de “Neverland” (Nuncajamás, o sea…), magnífica puesta en escena dotada de gran misterio y ambigüedad, con historias de paidofilia e inocencia.
Tal vez las dudas que puede causar Michael Jackson se deban a que en esta cultura ya nadie quiere interpretar a los niños. Tal vez la idea más cercana a la verdad, o la que más se debería respetar, esté en manos de sus tres hijos Prince Michael Jackson I, Paris Michael Jackson y Prince Michael Jackson II. Si algún día crecen, como su padre no pudo, tal vez la cuenten. Pero entonces quién sabe si será cierta…


*Publicado en El Eslabon de julio de 2009

26. Un dilema hecho canción

Hay una encrucijada que sobrevuela, por estos días, la circulación de la música. Si bien no es la primera vez en la historia que los cambios tecnológicos determinan cambios en los modos de producción y consumo, ahora parece haber mucho más en juego que un cambio de soporte como fue el disco de vinilo al CD. Pero mientras la industria discográfica pretende enmarcar el problema en un tema jurídico de derechos intelectuales y económicos, para poder perseguir a amas de casa que se bajan diez temas de Gloria Estefan, Tomás Dell’Pico está seguro de que hay mucho más haciendo ruido en este mundo que se globaliza y digitaliza sin resolver dicotomías como la de lo real y lo virtual, o la de conciudadanos o consumidores. ¿Cuál será el destino de las canciones concebidas para cambiar el mundo en esta gran payasada que las utiliza como ringtone de celulares?, se pregunta Tomás mientras espera que salga la nueva versión del Guitar Hero con canciones de los Beatles.

El escritorio de Tomás

Tomás tiene tremendo quilombo en el escritorio de su marulo. Por cuestiones de principios y convicciones, no puede prejuzgar negativamente los grandes –y cada vez más vertiginosos-- cambios culturales y paradigmáticos que afloran en sincro con la tecnología, desde la rueda hasta el mp3. Pero a veces le cuesta demasiado interactuar con las lógicas del nuevo mundo. Si bien cree que su cerebro labura más en función de la sinestesia perceptiva de la tele que de la linealidad de los libros, tampoco se lleva muy bien con la impronta de la era del multitasking, atronadora y superficial.
Si bien casi toda su vida gira en torno a su PC, y aunque es consciente de que su vida no cabe en ese cuerpo de fierro y latón, a veces no puede encontrarla en otro lado. Como si su mueblecito atestado de compacts estuviera en living sólo para esperar el destino de baulera que ya le tocó a los discos de vinilo en la mudanza anterior, mientras crece en un lugar del tamaño de su mano una monstruosa carpeta con colecciones discográficas que todavía no sabe cómo –o en realidad el problema es cuándo-- escuchar.
Ese lugar en el medio a veces es demasiado incómodo. Tomás duda de si se está poniendo viejo, si se aburrió, y a veces se encuentra dando manotazos para no ahogarse en un mundo que no tal vez no fue hecho para él, aunque no vea alternativas.

Alguien ya debe haber escrito sobre las cada vez más borrosas fronteras entre el mundo virtual y el real, como si no fueran dos caras de una misma moneda forjada desde las distintas subjetividades que confluyen en la construcción del mundo. A veces lo digital obra como una ventana en la pantalla de la PC para pispear el partido que, en una cancha físicamente concreta, está perdiendo Independiente contra algún equipo que pelea el descenso. Pero esa ventana no deja de ser concreta, a pesar de que la frágil conexión de Internet se caiga cada dos minutos como el partido mismo. ¿Qué diferencia hay entre un partido de fútbol y su transmisión y remodificación en ceros y unos?
Otro bodrio que atruena en el marulo de Tomás es el del significado de la música en su vida. La música, que desde pibito determinó gran parte de sus prácticas cotidianas y su forma de relacionarse en un universo propio en el que las reglas de creación, circulación y consumo parecían más claras. ¿Pero habrán sido mejores que las nuevas reglas aún en ciernes? ¿Y habrán sido tan claras?

Por ejemplo


En la segunda mitad de los 80, bien en el siglo pasado, Tomás tendría unos 15 años cuando escuchó por primera vez “Beds are Burning”. Parecen lejanos los años en los que Tomás devoraba cualquier boludez que se imprimiera bajo la forma de una revista de rock, y así pudo saber que el tema que lo había vuelto loco en uno de esos boliches a los no iba casi nunca porque no le gustaba ir a bailar pertenecía a una banda australiana que no era Inxs ni Ac-Dc y que se llamaba Midnight Oil.
Además de cumplir con el obvio ritual, casi un acto automático, de ir a comprar el disco en cual estuviera ese tema (para eso se difundían los temas como singles, así se vendían luego los álbumes), Tomás supo que ese descubrimiento tenía una historia previa de cinco discos anteriores a Diesel and Dust (1986) en la cual la banda (a la que algún periodista de entonces calificara como los Kinks australianos) había desarrollado un perfil militante en temas como ecología y los derechos de los pobladores originarios de esa isla. Mejor todavía, pensó el adolescente, para quien el rock podía –o debía ser—una plataforma capaz de imponer sus utopías.
El idilio entre Tomás y Midnight Oil, ignorado por los australianos pero no por ello unilateral, se prolongó hasta los primeros años de este siglo sobre la base de una modalidad de producción, circulación y consumo de música que giraba en torno –y esto no es un mero “giro” semántico—a un bien cuyo significado ya no es el mismo: el disco. La canción llevaba al disco que lo ponía en contacto con la banda.
El mecanismo funcionaba así: cada uno o dos años, los australianos grababan un nuevo álbum, que era un conjunto de canciones que reflejaba una serie de variables en el devenir de la banda: momentos, ideas, sonidos, melodías, climas. Mensajes establecidos en una matriz que le daba una múltiple posibilidad de decodificación, a punto tal que no necesitaba entender demasiado lo que decían a través del idioma. Una forma de transmitir a través de la música.
Entonces Tomás, como una suerte de devoto que esperaba señales provenientes de algún estudio australiano, iba a una disquería de las que todavía existen, pedía por el nuevo disco de Midnight Oil y volvía cagando a su casa para escucharlo varias veces antes de volver a tomar contacto con otro tópico de su realidad. Por su parte, los australianos, sin considerar aquello que podían llegar a despertar en un jovencito de una ciudad desconocida, ganaban unos mangos y salían de gira por distintos lugares del mundo a cantar sus canciones en vivo. Una vez vinieron a la Argentina, pero Tomás no pudo ir y lo lamentará for ever.
Como las estaciones, los discos de las bandas favoritas de Tomás se renovaban con nuevas canciones que hablaban de nuevos momentos, ideas, sonidos, etcétera. Era natural, para él --y al parecer también para los músicos, ya que Tomás nunca supo Tomás si ellos no estaban de acuerdo con ese detalle del sistema capitalista industrial que muchos solían criticar— entablar esa suerte de relación sobre la base de un disco por año que ellos grababan, una compañía distribuía para su venta y Tomás compraba feliz en una disquería.
El adolescente ignoraba por entonces ese mecanismo basado en una lógica mercantilista con siglos de historia, porque para él era natural. Era apenas una de las maneras en la que se iba constituyendo como persona, acaparando –y comprando-- bienes simbólicos para su vida. Tampoco sabía eso Tomás cuando todo se trataba de ahorrar unos mangos para adquirir discos, nacionales o importados, en vinilo o CD.
Si bien Midnight Oil no fue la única banda dadora de información intelectual y emocional para Tomás, este ejemplo no es azaroso. “Capricornia” (2002), último álbum de la banda, fue el último disco –en rigor CD, pero en ese momento todavía se los podía llamar igual—que encargó a alguien que viajara afuera con el objeto de hacerse de ese mensaje que sentía que debía recibir; como un niño que no se va dormir hasta escuchar el final de un cuento (A propósito, hoy esa banda surgida en 1976 está separada y Peter Garret, su calvo cantante de 2 metros, finalmente se convirtió en diputado pero no por un partido Verde sino por el Laborismo, lo cual le valió --leyó Tomás por ahí--algunas críticas hacia su “pragmatismo”).
Y todo eso por Beds are Burning, un hitazo de boliche y videoclip que quién sabe por qué afectó a Tomás de tal manera.

Canción de la vaca faenada


En el marulo de Tomás rebotan las ideas y las canciones que nunca escuchará que se amontonan en la labilidad de su colección de mp3. Cada tanto cumple con el ritual de backapear la información en CD, donde las canciones adquieren una función extra: ser guardadas como datos para poder conservarlas en el apocalíptico caso de que se tronche el disco rígido.
Cierto es que las canciones, a lo largo de la historia, han sido alumbradas por los hombres para cumplir con ciertas funciones: rezar, contar, galantear, denunciar, reír y, más acá en el tiempo, vender y hacer dinero. Cada función le daba alguna lógica propia que determinaba si se cantaba a una o más voces, con qué instrumentación se acompañaba, qué debía decir y qué no, o quiénes estaban habilitados para hacerlas.
Y al convertirse en una cuestión vendible, la canción también se empezó a encontrar determinada por lógicas en ese sentido.
Desde la vaca cruda hasta la carnicería del híper, pasando por el saladero y el frigorífico, el fraccionamiento de animales para su venta se ha ido naturalizando por una cultura que alguna vez –aunque millones de personas lo siguen haciendo—sólo los cortaba en bocados para comerlos. Producto de la cultura urbana en la que a nadie se le ocurriría ir a comprar una vaca entera para fraccionar y comer durante meses, lo cierto es que hay una historia de valores agregados que también contribuyó a afianzar determinadas costumbres como la de comprar 100 gramos de mortadela en fetas para hacerse un sangüi para el cual sea suficiente usar ese sobrecito de mayonesa que sobró de la última excursión al pumper nic hace 15 años.
Como aquellos discos que compraba Tomás mientras forjaba su identidad, sin saber que al mismo tiempo estaba siguiendo unas pautas determinadas por lógicas de producción y consumo.
Ahora que esas lógicas están cambiando, Tomás asiste a la zozobra de un mundo parece existir sólo en sus recuerdos de adolescente. El problema, para Tomás, no pasa por el hecho de que la piratería atente contra la música grabada, si es que lo hiciera, sino con ese proceso de fragmentación de la canción que él conoció como partes de un disco y hoy se destinan a ser escuchadas como timbre de un teléfono. Esa zozobra lo hace temblar, pero no tanto como para comerse el amague. Uno cambia, el mundo cambia, pero en un punto dentro o fuera de la web la canción sigue siendo la misma.

*Publicado en El Eslabon de junio de 2009

25. Charly, a la derecha de la pantalla

Advertencia: esta nota tal vez no sea tan clara como los subtítulos de TN noticias.

Detrás del conflicto de intereses entre el gobierno y la corporación opositora mediático-ruralista en la Argentina hay una discusión mucho más de fondo que incluso excede las fronteras: el sostenimiento de un sistema socioeconómico de concentración y exclusión o su rectificación hacia modelos más equitativos y sustentables. Ese debate, tantas veces resuelto por la fuerza con intervenciones militares, por ahora se está dando sólo en el plano discursivo pero no sólo en las instituciones políticas sino en todos los aspectos de la vida cotidiana.
En ese estado de campaña constante que los medios han sabido instalar al compás de su pelea por el rating, la mesa de la polarización está servida con un menú que no deja nada afuera de ese conflicto de intereses. Como una exageración de la guerra de las vedetes, todos los días los medios alientan el deporte nacional de la dicotomía a través de falaces encuestas de opinión que simplifican todas las cuestiones en dos respuestas posibles: sí o no. En este contexto, hubo un día en que la política y el rock volvieron a besarse a través de la utilización de un símbolo llamado Charly García.

Quién sabe Alicia este país…


Hace un tiempo que Tomás viene pensando en cómo la sociedad se disputa a sus referentes de manera utilitaria (algo al respecto ya se publicó en el eslabón de noviembre de 2006). Como Borges o Maradona, Charly suele ser tironeado por distintos sectores que pujan por apropiárselo en su forma discursiva, simbólica o hasta masturbatoria. Esa disputa, tan vieja como el hombre de Neandertal, se desarrolla en estos tiempos bajo la impronta de “la satisfacción garantizada o le devolveremos el dinero”; ese principio tiende a confundir derechos con demandas y últimamente se aplica por igual a escobas, aparatos para hacer abdominales, músicos, técnicos de fútbol y, últimamente, presidentas.
En dúplex con la inminente muerte de Raúl Alfonsín, el principal canal de cable de la corporación mediático-ruralista ofreció el 30 de marzo de 2009 una suerte de “exclusiva” para el mundo del espectáculo. Charly García reapareció tocando con su banda en la plaza de basílica de Luján, luego de varios meses de reclusión en el campo-estudio de grabación del ex gendarme artístico de la dictadura, ex gobernador menemista y actual “amigo” Palito Ortega, para “recuperarse” de sus “problemas con las drogas”. La movida terminó en un bochornoso minishow en el que Charly apenas balbuceó 7 canciones hasta que cuatro patovicas (¿o son enfermeros de psiquiátrico?) lo alzaron en andas justo a tiempo cuando él, en su mejor metáfora del día, se encaminaba a salir del escenario por el lugar equivocado tan gagá como De la Rúa en programa de Tinelli.

Remake


En la semana en la que Charly tomaba la comunión con Palito en Luján, los think tank de los grupos de poder dejaron de tirarse con dibujitos macroeconómicos y salieron a disputarse “el legado” de Alfonsín. De un lado, la corporación opositora le enrostraba al kirchenirismo el “dialoguismo” del tipo al que, ¿tal vez por dialoguista?, ellos mismos se fumaron en pipa hace 20 años. Del otro, el oficialismo se “adjudicaba” los discursos de ese mismo tipo contra la sociedad rural.
Al costadito de la pantalla, la “recuperación de Charly” no pasó como algo fuera de este contexto para Tomás. Como una remake de La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange – Stanley Kubrick - 1971) a través de García podía verse la imagen del inadaptado Alex “recuperado del mal camino” a fuerza de electroshock y las drogas legales de la medicina. Como por arte de magia, el show que no alcanzaba a ser un negocio funcional al espectáculo pasó a militar en las ligas del Activia way of life: “Charly está mejor, ahora no toma cocaína sino coca-cola, y todo gracias al rivotril”, faltaba que dijeran los subtítulos.

Es como digo yo

Pero a Tomás no le interesa, en este momento, los guiños al mercado de los psicotrópicos en nombre de la hipócrita lucha contra las narcotráfico, sino los mecanismos de apropiación que la sociedad hace de sus referentes para imponer una forma dominante de pensar y accionar. En esa trama discursiva Tomás escucha que ese Charly que aparece media hora por la tele como un león domesticado y dopado “ahora está mejor”. Ese discurso coincide en al menos tres aspectos con las propuestas de mano dura para los pibes chorros y la eliminación de retenciones a las exportaciones: a) circula a través de los medios como verdad revelada; b) está repleto de lugares comunes c) no deja lugar a discusiones.

Te queremos Charly

Mientras insiste en tratar de aportar su granito de arena a la batalla discursiva en ciernes, Tomás repasa declaraciones y noticias sobre el regreso Charly en Luján hasta toparse con un título made in Fontevecchia: Charly García: “Hace tiempo que no soy tan feliz”. Dispuesto a leer declaraciones de Charly tras el show, Tomás se encuentra en cambio con una carta abierta de su “amigo y manager” Fernando Szereszevsky.
“Hace tiempo que a Charly solo le importa curarse, ser feliz y darle vuelo propio al costado bueno de Mr. Say No More. Entendió que el mejor que dirán es el de sus amigos verdaderos y él mismo. Apoyado en el cuerpo medico que lo cuida y lo contiene día a día y su grupo íntimo, le puso el pecho a la sugerencia del tratamiento: enfrentar de a poco la vida real, yendo a shows y conectarse con su música y sus fans. Pero los opinators de turno salieron a dar todo tipo de versiones sobre que debe hacer Charly, que está lento, que no era el momento, que está gordo, sedado... Por suerte en el mundo actual de Charly no hay opinadores profesionales, ni aduladores, ni amigos del campeón, ni chupasangres, como hubo en los últimos años; hay un grupo de gente sana, que solo quiere que García esté curado y feliz, sin apuro por sacar discos ni hacer conciertos, que se apoya en la sabiduría de los médicos de cada especialidad, que no hace nada sin consultar a los que saben en cada materia y que no tiene problemas en decir “no” cuando es necesario. (Extracto de la “carta abierta”; el resaltado en negrita es de Tomás).

Amigos son los amigos

La pseudonoticia corrió a la histérica velocidad “copy and paste” de los diarios online. Pequeño detalle, gracias al particular estilo titulador de la editorial Perfil: Charly hablabla en primera persona a través de una carta escrita en tercera persona. Debe recordarse que la Justicia, según difundieron correctamente los medios, había dictaminado meses atrás con quiénes podía estar Charly y, por ende, con quién no. Entre ellos, un juez autorizó a Palito y Szereszevsky.
Pero más allá de los desaguisados de Fontevecchia, Tomás siente más curiosidad por este Cherecheski al que no tiene registrado en el mundo del rock. No es casual, mientras este flaco se hacía “amigo” de Charly a finales de los 90 a través del sushi boy Darío Lopérfido, entonces novio de la guitarrista María Gabriela Epumer, trabajaba como vocero del entonces funcionario menemista Alberto Kohan. Así fue que en 1998 Szereszevsky fue el factótum del encuentro de Charlies en Olivos.
Aquella cumbre Menem-García fue promovida como todas las operetas celebratorias del jet set que tanto le gustaban al presi y su séquito. Ya entonces Szereszevsky se jactaba de haber logrado lo que quería de Charly. “La foto que fue tapa de Clarín tuvo más valor político que cualquier campaña oficial”, dijo entonces el amigo, haciéndole pasar por el orto al propio García sus palabras de 10 años antes: "Si gana Nemen (no quería ni nombrarlo), me voy".

Vampiro

Si bien Charly García genera dudas y contradicciones en Tomás, hay algo más allá que no podrá alterarse y es la adoración. Ese amor podrá inducir a hacer la vista gorda a las razones por las cuales Charly sigue vinculado a este tal Szereszevsky, que también fue vocero de la campaña presidencial de Menem en 2003. Lo que no se puede omitir es la actitud de este muchacho que, fiel a sí mismo, volvió a apropiarse en su carácter de “amigo” de aquello que más le conviene de García.

Fo tofó tofó to foto


Tomás no debería romperse el marulo si esto se tratara sólo de un vampiro más en la historia de García. Pero la foto que ve es mucho más grande y más fea: en una bucólica estancia cool puede verse al rock argentino domesticado al compás de los oligopolistas megafestivales esponsoreados impulsados por el Buenos Aires sushi way of life afrancesado. En un costado aparece Charly, recuperado para un negocio que ya daba pérdida en concepto de televisores rotos y desplantes. Esa recuperación resalta las cualidades de “portarse bien” con la basílica de Luján custodiando su conducta. Fuera de foco, tratando de pasar desapercibida tras un discurso moralizante afín a las supuestas demandas de orden de esta sociedad, una célula del neoliberalismo que se quedó sin el quiosquito de las AFJP o de alguna que otra gobernación encuentra un nuevo Charly para aportar a la campaña.

*Publicado en El Eslabon de mayo de 2009

24. Arte culinario a través del tiempo

En esta zona el paraiso está con vos
y entre tus cosas sólo soy un yo-yo
Spinetta (Cuando el arte ataque)


Con la única certeza de no poder responder ninguna pregunta Tomás se sienta a mirar la tele. En un documental están hablando de “La última cena”, el cuadro más conocido de la historia. “La última cena, claro, ¿de quién era “La última cena”? ¿De Leonardo Da Vinci era?”, se pregunta Tomás sin demasiado ánimo para responderse. Claro, dice el documental, es el cuadro más famoso de la historia, aunque paradójicamente no es el más conocido de Leonardo, aquel joven aprendiz de un escultor de apellido italiano que tal vez le haya enseñado muchas cosas, excepto a cultivar la técnica del fresco.
Precisamente, por no tener entre sus habilidades o intereses la técnica por la cual desde tiempos más remotos permitía que los murales se mantuvieran a través del tiempo, Leonardo Da Vinci encaró “La última cena” en 1494 como una pintura al temple. Parece que la decisión también tenía que ver con una cuestión de tiempos, porque el fresco requería tener todo más o menos claro antes de empezar porque se tenía que hacer al toque. Y Leonardo necesitaba más tiempo para desarrollar su concepción, porque parece que no era cuestión de poner a los tipitos uno al lado del otro. Tal vez no haya sido la primera vez que al genial florentino le deben haber dicho que estaba medio pirado, pero lo cierto es que el experimento le salió para el orto.

Leonardo todavía vivía cuando su versión de la supuesta –pero no menos sacrosanta-- comilona de despedida entre Jesús y sus amigotes empezó a hacer, literalmente, agua. Es que el método empleado para pintarla, más adecuado a los ritmos de la inspiración y las ideas del artista, no se fijaba bien en la pared. Para colmo, detrás de la pared donde estaba plasmada esa monumental visión había una cocina que le empezó a tirar humedad. Tal vez esa combinación de genialidad y perentoriedad hizo que al toque la obra comenzara a ser reproducida –es decir, copiada—casi sin límites. Y mientras pasaba el tiempo y Leonardo se enfrascaba –apenas 400 antes del avión de los hermanos Wright-- en otros proyectos que no descartaban la posibilidad de volar, la pintura se iba haciendo mierda y cada vez más famosa por todos lados.

Tenía 45 años Leonardo cuando encaró “La última cena” a pedido de su entonces patrón, Ludovico Sforza “El moro”, para un templo milanés. Unos cuatro años estuvo, entre los dibujos preparatorios y largos días sin hacer otra cosa que quedarse mirando la pared, para terminar el trabajo. A diferencia de otros cuadros que retrataban el mismo instante en el que Jesús les dice a los apóstoles que uno de ellos lo entregaría, Leonardo corrió a Judas de su solitario lugar por delante de la mesa y lo pasó atrás, mezclado con el resto de la tropa. En cambio, prefirió aislar un poco más a la figura de Cristo. Dicen los que saben –al menos en el documental— que el cuadro tiene tal dimensión de movimiento que todavía es utilizado en escuelas de teatro para trabajar en composiciones escénicas.
Pero con lo que no contaba Leo era con la cualidad mutante que su obra, más allá de los movimientos plasmados en la instantánea final del mural, tomaría a lo largo de 500 años. ¿Habrá pensado en ese momento, cuando tuvo que empezar a retocarla porque se estaba descascarando, que se convertiría en un ícono de una cultura totalmente distinta a la suya? ¿Que las reproducciones y copias que ya se estaban multiplicando entonces llegarían a tanto como tomar la forma de una publicidad de pantalones jeans o de un gag de un programa de televisión llamado Los Simpsons? ¿Y ya que estamos, habrá imaginado alguna vez Leonardo, entre tanta maquinaria tecnológica que pergeñaba y construía a la par de sus pinturas, al hombre del futuro como Homero Simpson?
La pregunta del millón es si Da Vinci habrá preconcebido ese experimento fallido como para endosar esa obra al destino que la esperara. Lo más lógico, aunque Tomás no pretende siquiera conocer la respuesta, es que no, que él haya querido dejar para la posteridad la obra tal como la concibió.
Pero ya no era suya. Muerto su creador, cientos de pintores habrán metido mano a “La última cena” en más de 10 restauraciones que no sólo alteraron su forma sino también su sentido. Al punto que muchos estudiosos del cuadro apelan a los dibujos preparatorios para observar el carácter original que Leonardo le había impreso a Judas, más bien como un viejo medio perdido que no entendía nada antes que como uno de los tantos chivos expiatorios que la Iglesia utilizó durante sus siglos de dominio (según entiende Tomás del documental, por supuesto).
Más alla de lo que pudiera pensarse sobre la autoría de una obra en cuanto a la creación de ideas originales o recreación de ideas previas, lo cierto es que la palabra propiedad no tiene mucho que hacer cuando lo que está en juego es el arte. ¿De quién es “La última cena”? ¿De Leonardo Da Vinci? ¿Del que escribió la Biblia? ¿De Ludovico Sforza porque la había pagado? ¿Del restaurador que 200 años después, en su afán de conservarla, la modificaba profundamente? ¿De un tipo que una vez compró una reproducción y la colgó al lado del retrato de su abuela?

No sólo manos ajenas sino hasta inundaciones en Milán se posaron sobre la última cena en 5 siglos. Por si fuera poco, en 1652 metieron una puerta en la sala que cercenó los pies de varios personaje, incluso el anfitrión. Ciento cincuenta y pico de años después, un ejército francés se metió en esa sala y la uso como establo hasta que Napoleón les dijo “paren muchachos, dicen que ese cuadro es importante” (esto no estaba expresado así en el documental, pero Tomás lo entendió de esa manera). En 1943, 445 años después de la firma de Leonardo --y 50 años antes de reventar Sarajevo-- los bombardeos aliados tuvieron que colgarle al templo el cartelito de “Disculpen, daños colaterales”. Y ya cuando en 1977 “La última cena” original estaba más degrada que la más vulgar de sus copias se inició un programa de restauración y conservación que la mejoró bastante aunque, no obstante, no pudo recuperar la mayor parte de la superficie. Si alguien quiere –sobre todo, si puede—visitarla tiene que reservar turno con antelación para verla durante 15 minutos sin tomar fotos ni filmar.

Fin del documental. Tomás se queda pensando en que el arte es una creación colectiva de sentido, no importa cuáles sean las relaciones que se entablen entre los distintos actores sociales que lo comparten. Es un hecho social en el que participan desde quien lo pergeña en soledad hasta quien lo ignore. “La última cena” de Leonardo no habría sido lo que es –fundamentalmente, una gran historia—sino hubiera sido por el que escribió la Biblia, por El Moro que la financió, por la gran visión y tozudez de un artista y creador tan acostumbrado al éxito como al fracaso Leonardo –de hecho, al final nunca pudo inventar un avión que volara--, por el chabón al que se le ocurrió que hacía falta una puerta aunque le cortara los pies a Jesús 342 años antes de que le cortaran las piernas a otro genio popular en un mundial de un deporte que no existía, por algún soldado francés que le trató de pintar los bigotes a algún apóstol, por Homero Simpson y siguen las firmas.
A esta altura Tomás se pregunta qué joraca tiene esto que ver con el rock. Y aunque no tiene la menor intención de concebir una respuesta, hay algo que le dice que la respuesta es: todo. ¿Hace falta explicarlo? Ya aparecerá un documental que lo haga más sencillo para Tomás y Homero.

*Publicado en El Eslabon de diciembre de 2008

23. Los simuladores en MySpace

Para la presentación de su primer disco, la bandita (su nombre será mantenido en reserva) armó un show con invitados de distintas agrupaciones de su Rosario natal y algunos de Buenos Aires. Uno a uno, algunos en grupo, los músicos invitados van desembocando en un extraño y poco rockero camarín. Entre saludos presentaciones y música, la noche va exponiendo a los recién llegados a una situación inconcebible que nadie parece querer asumir por increíble: el bajista de la banda anfitriona está haciendo playback. Sí, se sube al escenario, se cuelga un bajo, pero no toca. Tocan todos menos él. Y no es que toca mal, no; directamente no toca. No toca porque no sabe, pero además no tiene idea. Una simulación que ni Baudrillard se hubiera animado a plantear.
Hay una pregunta que circula entre los invitados en el camarín, pero que nadie se anima a pronunciar: ¿qué hago acá, quiénes son estos pendejos que presentan un disco con un bajista que no toca? ¿están locos? ¿es una broma, una jodita para Tinelli? ¿dónde está la cámara oculta? ¿por qué?
Con el paso del tiempo, sanamente indiferentes a lo que sucede con la presentación del disco en el escenario, los invitados caen por peso propio en la misma conclusión: fueron, por decirlo de alguna manera risueña, víctimas de MySpace, medio por el cual habían sido contactados.

Todo empieza en la PC

Desde hace al menos una década, una computadora no muy compleja permite a cualquier pibe más o menos astuto grabar sus canciones y luego, a costos accesibles, plasmar esa producción en un disco para vender o regalar. Mucho se ha dicho sobre las bondades de esta utopía tecno que tiende a igualar a las personas que, por lo menos, pueden acceder a una PC. Pero todo lo bueno parece venir con un troyano en la posmodernidad, y esa democratización del medio de producción no responde tanto a la horizontalidad que se proclama como a la lógica del capitalismo posindustrial: cada vez más personas producen más bienes y hasta ahí llegamos, todo empieza y termina en producir.
Desde hace varias décadas es el mercado, más allá de los gustos personales, el que le imprime los parámetros de valoración más fuertes a la música. Lo hace con las mismas leyes que aplica a otras artes o actividades, con variables binarias como “éxito/fracaso” y esas infaltables normas naturalizadas como “más es mejor”. Ojo, era de esperar que en algún momento la cultura occidental superara esas nociones arcaicas –aún presentes en las viejas generaciones—que distinguen la música entre culta y popular. Pero miren qué bonita resultó ser la alternativa: la música ya no es calificada por un par de señoras sordas que les gusta Chopin sino por un mercado al que sólo le interesa vender para poder seguir produciendo y así tener más para vender.
Así, mientras la posmodernidad se va morfando paradigmas nuevos y viejos en función de intereses básicamente económicos (en algún momento habrá que rescatar a Marx de la trampa china) los músicos tratan de amoldarse a esas nuevas formas de existencia que parecen asomar, a caballo de la tecnología, como una ayuda. Y así como una PC permite grabar un disco sin tener que desembolsar un dinero que no hay, la misma compu también ofrece un atajo para eludir ese mercado que pide una llave demasiado onerosa para entrar a participar.

Todo sigue en la PC

MySpace es una de red social de tantas sobre las que se asienta el modelo web 2.0 surgido tras el estallido, en el año 2000, de la burbuja dotcom, esas empresas que se hacían en un garaje y al año cotizaban, por esos caprichos del mercado, en millones de dólares. Para decirlo sencillamente, este nuevo modelo de negocio (del que muchos ya palpitan su caída) consiste en juntar gente para que interactúe y, de paso como quien no quiere la cosa, mostrarles publicidad. Como toda red social, lo que se ofrece al usuario es un espacio para, de alguna manera, compartir una versión abreviada de su personalidad limitada a gustos, ocurrencias o creaciones. Youtube sirve para subir videos, Facebook para mostrar fotos y MySpace comenzó tomando la música como excusa.
El sitio fue creado en 2003 y algunos investigadores se lo achacan a gente vinculada al spam, práctica que en Europa y Estados Unidos se objeta en serio por invadir la privacidad. No casualmente, para ser parte de MySpace hay que proporcionar muchos datos personales y una cuenta de correo electrónico. La necesidad social creada en torno al sitio es tal (no por nada tiene cerca de 300 millones de usuarios, aunque su furor parece empezar a calmarse) que el interesado no se detiene a pensar para qué MySpace quiere saber de qué cuadro es, si le gustan los chinchulines o la coca cola y así lo único que lee del tramposo formulario de admisión es el cartelito que dice “acepto”.
Tampoco es para rasgarse las vestiduras, más allá de que algunos dicen que MySpace sirve en países como México como base de datos para secuestrar adolescentes ricos. Lo único que consigue MySpace con esos datos son miles de millones de dólares en publicidad, ya que ofrece a sus anunciantes un mercado potencial bien segmentado. De paso, tienen las direcciones electrónicas de 300 millones de boludos, algo que en el mundo real vale millones de dólares.

Espacio propio

Pero más allá de los gustos, objeciones y atractivos de MySpace y todo el negocio montado en redes de intercambio de pajerías hay una cultura que se va cimentando a través del uso. Para esto primero hay que resumir cómo se presenta MySpace para el músico y como éste se inserta en el sitio.
MySpace distingue entre usuarios comunes y músicos (bandas o solistas), que pueden subir sus canciones (hasta seis es gratis) y acceder así a un portal con millones de usuarios donde difundirlas. Ambas categorías están unificadas en la figura del friend, algo así como un amigo, que puede ser un vecino de Arroyito que tiene una banda de rock, un finlandés con un sello en Helsinki o la mismísima Madonna, que puede ser ella o un fan que se haga pasar por ella, ya que nada te impide que armar un MySpace en nombre de tu ídolo (incluso uno puede tener entre sus amigos a próceres del rock ya fallecidos).
Se supone –y muchas veces es cierto—que esa red de amigos redunda en contactos sobre los cuales se establecen relaciones significativas para el desarrollo del proyecto creativo. Si bien no todos los músicos pueden jactarse como los británicos Arctic Monkeys de haberse hecho famosos a través del sitio –algo que les trajo posteriores dolores de cabeza ya que MySpace luego intentó “compartir” con ellos los derechos de la música que la banda había subido-- muchos admiten “deberle” al portal la posibilidad de haber concretado alguna gira, o al menos un viajecito.
Pero al margen del uso que cada uno pueda hacer del sitio hay una práctica que, debe decirse, MySpace impuso o al menos sirvió para canalizar. Porque en la práctica, los “amigos” no son más que direcciones hacia las cuales orientar la publicidad. Basta con ver esos mensajes: “Hola cómo estás, paso a dejarte este afiche con mi próximo show. Gracias” y así aparece un jpg que ocupa toda la pantalla. Así, MySpace logra algo inconcebible: que el perejil que te rompe las pelotas con 5 volantes por hora sea en realidad tu amigo. Una ocupación del espacio propio con publicidad ajena legitimada por la “amistad”.
Es que al ser un proyecto concebido para la circulación de publicidad no deseada, MySpace no puede –ni quiere-- evitar que sus usuarios se conviertan en otra cosa que modestos publicistas de lo propio incapaces de distinguir claramente entre un amigo, un par, un fan o un cliente potencial.
Esto no tiene por qué ser un problema para la mayoría de los mortales, pero puede terminar siendo una mierda cuando se intentan entablar relaciones entre músicos.

Nunca serás mi amigo

No se trata de revisar el sentido del vocablo amigo, que no estaría de más. Tampoco los músicos son seres ajenos al mundo global donde viven, ese que prefiere a humanos más consumidores que ciudadanos. Pero el hecho de que un espacio personal o grupal pensado para difundir la música propia no sea finalmente más que una plataforma para enviar mails bien seguros debería llevar, al menos a aquellos que todavía se piensen como artistas, a repensar sus acciones.
¿Tiene gollete conectarse, relacionarse entre músicos sólo para mandarse mails publicitarios? ¿Cuál es la profundidad de las relaciones que se entablan mediante una intefaz como MySpace? Esas preguntas deberían enmarcarse en una aseveración primordial: la culpa no es de la sustancia ni de la herramienta.
“Vamos a tener que pensar qué carajo hacemos en MySpace” suelta por lo bajo en el camarín un músico invitado a la presentación del disco de una bandita que grabó en la PC un disco que le permite disimular sus falencias y a la que “su espacio” le permite gozar de una existencia acorde con los tiempos que corren: una banda de rock atravesada y constituida por la simulación. Con discos que se presentan, músicos invitados y –pequeño detalle-- un bajista que, como no sabe tocar, hace playback mientras suena una pista de karaoke.
¿Continuará esta historia?

* Publicada en El Eslabon de octubre de 2008

22. Rokn rolllll nnnnnnn

La escena no puede ser más bizarra, y como tal genera tanta risa como intriga. Todos los rockeros condensados en Pomelo. La estrella balbucea, nadie entiende sus palabras, pero parece muy claro lo que dice. La música, tal vez el más universal de los lenguajes humanos, comunica en varios sentidos y direcciones. Rrrrock n'rrrrrrrollll nnnnnn. Está muy claro.
Puede que sea una carambola, pero tampoco parece casual que una de las más ácidas críticas sobre la actualidad del rock argentino venga de alguien que supuestamente está en otro palo. Aunque pensándolo bien, Peter Capusotto (a quien, presupone Tomás, todos conocen o conocerán en algún momento por canal 7 los lunes a las 23, o tal vez en YouTube) es mucho más rockero que varios de los que se proclaman como tales, justo en momentos en los que el rock se encuentra tan lejos de su propia esencia.

Sapos de otros palos

Los artistas populares no son sólo sus obras. Más allá de las revistas o puntos de rating que se pueden facturar a partir de sus vidas privadas, hay otros elementos, fundamentalmente aquellos que constituyen la relación entre el artista y el público, que hacen trascender la obra más allá de lo concreto y objetivo de la producción. No se trata de adjudicarle importancia al divismo, ese comportamiento que algunos artistas han heredado hace 3 o 4 siglos de algún noble pelotudo de esos con peluca, sino de entender la relación que los artistas de rock fueron entablando con su público en su medio siglo de historia. Antes que el fútbol, antes que Hollywood, el rock metió a bordo de limusinas a pibes de extracción obrera sin “apellido” ni instrucción formal y naturalizó una movilidad social que antes sólo parecía posible a partir de un golpe de suerte o corrupción. Esa es la clave de las estrellas de rock, al menos las del siglo XX, antes de la fabricación en serie de estos días: un cúmulo de contradicciones y contraindicaciones entre rockeros y fans. Líderes políticos sin partido, formadores de opinión sin medios, pastores sin comunidades religiosas o ídolos sin capillas, los artistas de rock le fueron imprimiendo una pauta especial a su relación con el público y la sociedad, con valores basados en la rebeldía, libertad, paz y justicia. El tiempo supo agregar leyendas, muertes prematuras, desapariciones del mapa, cruces hacia otros campos como el de la política, experimentos de filantropía y mucho, tal vez bastante, de negocios. Todo esto con soberbias dosis de egocentrismo, otra peculiaridad humana que encontró en el rock un hermoso campo donde desarrollarse.
Esos ingredientes son los que Peter Capusotto mezcla y sintetiza en su mirada sobre esa cultura rock en la cual, evidentemente, se formó, más allá de desarrollarse como artista en otro palo. Una sarta de mitos y lugares comunes que aunque nadie parece, hoy por hoy, tomar muy en serio, todavía permanece vigente en el universo rockero.

Síntesis

Ya era hora de que alguien se empezara a reír de la mitología retrógrada del rock y no es casual que para ello deba remontar varias décadas. Ese fue el punto de partida para el programa: los videos del archivo de un melómano apodado el Griego. Los clips que predominan, básicamente de los 60, 70 y 80, no tienen nada que ver con los conocidos por las nuevas generaciones. Demasiado duros para la tevé actual en cuanto a imagen y sonido, su puesta en el aire puede leerse como una declaración de principios sobre esa tensión entre lo nuevo y lo viejo que siempre ha surcado la historia del rock. Una saludable forma de tomarse en joda la pedorrez de los rankings y sus ¿novedades? y un rescate y defensa de la memoria que va mucho más lejos que las proclamas de los gobernantes de turno. Sin embargo, esa apelación a la historia tampoco se salva: los clips están ¿presentados? por una voz de ardillita robótica, como para que nadie se coma el amague de lo inmaculado en el rock.
Pero más allá de su irreverencia, tan rockera pero más volada que la del pobre Pity abrazado a una cabra en una conferencia de prensa, "Peter Capusotto y sus videos" no se trata sólo de una cargada. Sin intereses en el medio, el actor y su socio creativo Pedro Saborido apelan tanto a chiste fácil como a la sutileza extrema para expresar su punto de vista, por ejemplo, sobre los grandes festivales patrocinados por poderosos esponsors. En este caso, alcanza con rebautizar el Quilmes Rock como Pumper Nic Festival y con eso está todo claro: es la misma mierda. El humor de Capusotto, fino y chabacano al mismo tiempo, apela al chiste fonético y la alteración de los nombres; el resto del laburo lo hace el propio rock: ¿hay algo más gracioso –o patético-- que la afectación de un rockero?

Demoliendo teles


Ojo, para poner al rock en su lugar tampoco se trata exclusivamente de mofarse de sus artistas. En ese sentido, Peter es justo y muestra a un manager llamado Tony Sorete con la cara de Boris Yeltsin. O cuenta --y canta, y bastante bien-- la historia de Bombita Rodríguez, una suerte de Palito Ortega montonero cuya historia de militancia parece remedar más a la pareja presidencial que al ex gobernador tucumano. Esas y otras apelaciones a lo cotidiano van convirtiendo al programa en algo más integral y gracioso al tiempo que desnuda otra falencia del rock actual, tan complaciente con el poder festivalero.
Pero hay más razones aún que avalan a Peter Capusotto como el rockero más
profundo de la actual escena argentina. Es que su apelación a la memoria, a la desmitificación de toda una simbología patética y su enarbolación del humor como herramienta de síntesis comunicativa está producida, por si fuera poco, en un ambiente que hoy por hoy se presenta mucho más pauperizado que el rock: la tele.
En esta tele donde Capusotto no es ningún novato pero sigue manteniendo su orgullo como sapo de otro pozo, y en la que tanto el programa más elaborado como el más berreta se basan en la jactancia y el autobombo, Capusotto y Saborido muestran la hilacha todo el tiempo, reciclando --como sólo el rock pudo hacer en el mundo de la música-- las falencias en el ropero de las virtudes. La escasez de recursos económicos, en comparación con otros programas, rinde mucho más a la hora del chiste. No sólo porque permite reír varias veces y de varias cosas más, sino también por la relación que entabla con el espectador: la farsa es total y esa es la realidad. No hay nada en este medio que merezca tomarse en serio: Capusotto es trucho, todo es trucho, no sólo Tinelli. Una actitud mucho más rockera, por cierto, que la supuesta irreverencia del trío CQC, siempre cómplice con las multinacionales que tan bien les dan de morfar.
El espectador puede hacerse cargo de interpretar lo que le parezca, reírse o no, ser libre para elegir. No es poco en este reino de lo predigerido, en el que incluso el rock terminó estandarizando hasta al pogo e inventando supuestos rituales donde no hay más que actos reflejos y consumistas.

Demoliendote

La impronta rockera de “Peter Capusotto y sus videos” puede conducir al error de creer que el programa consiste en exponer al rock riéndose de sí mismo. Pero no es así. El rock perdió su sentido del humor a la par que su capacidad de metaforizar se fue enredando en su propia maquinita de clonar y reciclar. Y más allá de la risa, que siempre viene bien y es básicamente lo que propone Capusotto, al rock le vendría mejor todavía estimular un poquito más la imaginación.
La escena no puede ser más bizarra, y como tal genera tanta risa como intriga. Todos los rockeros condensados en Charly García, el último de su especie. Arrestado por un enfermero, boca abajo en una camilla y con una sola media puesta, sólo un artista como él puede convertir en una obra la brutalidad de una cámara indiscreta. Algo balbucea, no se lo escucha. Rrrrock n'rrrrrrrollll nnnnnn.

*Publicada en El Eslabon de junio de 2008

21. ¿Crisis de sobreproducción?

Parece que la escena rockera rosarina experimenta un momento en el cual puede leerse cómo es afectada, aún primitivamente, por la crisis de sobreproducción del capitalismo. En la escena ponemos al público, a la producción de espectáculos en general y a los músicos, los únicos que más allá de las vueltas de la vida son los que suben al escenario. Como actores secundarios están los medios, que en Rosario no pueden ir mucho más allá de su cholulismo desoxirribonucleico y que cuando se trata de rock, en general, van siempre detrás.
Este panorama le recuerda a Tomás momentos vividos en torno al quilombo de 2002, tal vez por eso de la caída de los modelos. Pero cambiaron muchas cosas en tan poco tiempo, como para que en el fondo todo pueda seguir estando como siempre.

El público

Uno de los fenómenos culturales que se plasmó en 2002 fue la vuelta a los localismos. El corralito que afectó a algunos y salpicó a todos podría ser una buena metáfora del encierro que sufrió el inconsciente colectivo, atomizado y aislado hasta en las monedas que cambiaban de provincia en provincia. Un permanente clima sofocante, como en esas tardes en las que todo está perdido y uno advierte por primera vez en años que la vecina está bastante buena. El típico localismo del que no puede ir a ningún lado.
Muchos pibes iban a ver a bandas rosarinas que, iluminadas por el único spot que quedaba sano, fueron por su oportunidad. Parecía que el cielo por tocar seguía en Buenos Aires, pero estaba más cerca. El localismo, ese reagrupamiento transitorio de la crisis, tuvo entre sus emergentes a una cultura que le pegó una buena zamarreada al rock: el aguante. En Buenos Aires, por ejemplo, llegó a concebir una expresión estética como el rock barrial, con sus rituales de cancha tan cuestionados desde el lado (autoconsiderado) artístico del rock. Relaciones sociales montadas sobre las migajas que el saqueo del menemismo había dejado, sobreestimaciones típicas de períodos de escasez. Un campo propenso para mentiras y buitres que no dejarían pasar la primera oportunidad para volver a dominar el partido.

Los productores

El localismo coincidió con la crisis del centralismo presidencial, que había instalado un marco federaloso basado en el aislamiento de Buenos Aires, a la espera de que el resto del país recuperara el oxígeno para volver a instaurar la relación parasitaria que caracteriza a “lo nacional”. La delirante reactivación económica que siguió al derrumbe le puso a la revalorizada escena local puso el mote de mercado, aunque más no fuera un pequeño almacén que aceptaba lecops. Así se pudo mantener el cuerpo caliente en pleno invierno y, apenas se acomodaron un par de cosas más, el rock rosarino por fin tuvo su propio mercado con sus propias características, en general menos barriales.
Pero el localismo no formaba parte del plan y las fuerzas unitarias que esperaban el primer tropezón se reagruparon a partir de Cromañón, una tragedia exclusivamente porteña que se nacionalizó. Esa tragedia colocó al rock barrial como chivo expiatorio de un mercado que crecía a costas suyas, más allá de que es cierto que Callejeros se mordió la cola. En la confusión, el Estado embarraba la cancha a los espacios habituales del rock a favor de productoras vinculadas con el poder cultural (sobre todo en Buenos Aires) y así los vientos oligopólicos porteños no tardaron en propagarse en forma de festivales profilácticos en todo sentido: debían estar dotados de la máxima seguridad, profesionalismo y luminarias, todo diseñado en función de las necesidades porteñas y de sus ordenanzas que se replicaban ridículamente en todo el país.
Los festivales condensaban todas las miradas y crecían, se expandían y más allá de intentos por llevarlos a algunos pueblos amparados por la guita del campo al final todos conducían a Buenos Aires. La lógica festivalera, a caballo de las grandes marcas que siguen dividiendo el mapa argentino entre Capital, Gran Buenos Aires y “el Interior”, se apropió de la escena rockera y pronto los mercados locales serían incoporados –en desmedro del localismo—al panorama tan cínicamente llamado “nacional”. La lógica histórica había sido recuperada con su típica forma de centralismo.
El centralismo quita e impone. En el mejor de los casos, reparte. Las productoras porteñas se habían comido a la cultura del aguante y pronto llegó el momento de vomitarla con ringtones de los Jóvenes Pordioseros. La lógica festivalera que se basa en la concentración, la acumulación y el ninguneo tuvo su correlato con la consolidación del esquema oligopólico de medios. La producción local de espectáculos volvió a su actividad favorita de importar shows “aprobados” por Buenos Aires, de esos que en los medios locales resultan más interesantes porque es más fácil copiar esquemas. La cosa anduvo más o menos bien mientras las variables económicas permitían resolver las tensiones entre la oferta, la demanda y los bolsillos.

Los músicos

La inercia de ese par de años de optimismo en los que el rock rosarino experimentó algo parecido a un mercado local mantuvo a la producción de las bandas rosarinas en una lucha por levantar la calidad de sus espectáculos. Hubo inclusive un mainstream con ribetes de movimiento entre los músicos, con intentos de asociación e intercambio, pero no todos supieron comprender dónde estaba la diferencia entre el mundo del arte y el del espectáculo, ese talón de Aquiles que el rock siempre supo mostrar –con iguales dosis de sinceridad e hipocresía— a lo largo de su historia mundial.
El mercado rosarino tuvo el apoyo de algunos medios emergentes vinculados más por afinidades y amistad que por negocios, a su vez alimentados por seguidores dispuestos a refrendar el “made in Rosario”. A eso se sumaba una coyuntura favorable generada por la Municipalidad desde el marco del Congreso de la Lengua, cuando incluyó al rock en esa agenda cultural que se convertiría en uno de los ejes de su movida proselitista y el rock respondió con una escena artísticamente pujante y variada.

La escena

Estos actores se ven ahora ante una nueva encrucijada, de esas de las que tanto se ha nutrido el arte como expresión de lo que sucede entre las personas. Parece que cambió el veranito, ¿qué pasó? Todavía es temprano para ver si se trata del huevo o de la gallina, pero hay un innegable ambiente de malaria que se asoma por las fisuras de la burbuja de sobreproducción que explotó en esta escena, una burbuja no tan importante como la estafa inmobiliaria de los yankis ni comparable a las timbas occidentales en el sudeste asiático, aunque con la misma lógica impulsada por el carácter angurriento de los mercados, que no se retiran hasta que el último borracho les dice que la materia es impenetrable y no hay lugar para todos.
Hoy en Rosario hay una agenda planificada desde el año pasado sobre una ilusión de bonanza que parece que se encontró un paredón tan grande como el horizonte con el que se topó el protagonista de Truman Show. La maquinaria vino por más, pero parece que la sobreoferta de espectáculos no encuentra bolsillos dispuestos a darles de comer. Parece que, al final, más que una buena plaza para el desarrollo del negocio del rock, Rosario no es otra cosa que la ciudad donde Peter Gabriel rompió su record negativo de entradas vendidas.
¿Y quién no se comió el amague? Todos quisieron jugar ese juego en el que se reparte plata y la mayoría se queda con las manos vacías. Mientras tanto, el público que debía renovar el mercado rosarino del rock era tentado por las mismas empresas que esponsorean los festivales para sumarse a nuevas formas de consumo que sembraron de dispositivos digitales el campo de las relaciones sociales, con una matriz basada en la creación de comunidades de consumidores.
Puede decirse que el sueño rockero del bolichito propio terminó para los que estaban en lista de espera. La sobreproducción saturó un mercado que no tenía más alimento que una histeria adolescente que en la primera de cambio abandonó el CD por el mp3 y quién sabe cómo se relacionará en el futuro, desde las trincheras de los shoppings y chat rooms, con aquella expresión colectiva llamada rock. Por lo pronto, el festival de Shakira y su familia compartida por Alejandro Sanz, Ricky Marketing, Cerati, Fito, Babasónicos y Ricardo Montaner es la muestra más clara del plan por el que optó una industria a la que no le importe que la música por celular suene para el orto siempre y cuando sirva para facturar.
Pero si el sueño terminó, piensa Tomás, es hora de despertar. La música es un lenguaje universal que ha sabido alumbrar reacciones a los dictados del mercado. El rock es un arte espectacular que no tiene por qué sucumbir ante los formatos y leyes del espectáculo. Hijo del marketing tanto como de la resistencia, algo tendrá para decir el rock sobre estos tiempos de zozobra. Es la oportunidad para crear o para volatilizarse en un ringtone. Los caminos se aclaran con las crisis, aunque siguen siendo más cómodas aquellas decisiones que llevan a comerse amagues.

*Publicada en El Eslabon de mayo 2008